lunes, 25 de abril de 2011

Hasta siempre, comandante


Nunca me había pasado algo así. Mármol, bronce, mucho o poco, no importa, esa quietud pasmosa que nada dice y que a veces invita a la foto protocolar para que nosotros, cuando andamos de turistas, nos vanagloriemos de decir “yo estuve”. Qué estúpidos podemos ser a veces.
Ante aquella trampa ideal para echarle flashes a una estatua, tan fría, tan muerta, me sentí increíblemente vivo.
Si fue él, si fui yo, si fue su legado o la magnitud de la escultura, no lo sé. Ver al Che, su imagen imponente, me dejó sentado en las escalinatas del lugar más visitado de Santa Clara, quieto, minúsculo, incapaz de contener el llanto.
Después de padecer el síndrome del turista, lo lloré solito mientras leía su carta de despedida a Fidel grabada sobre mármol, mientras me emocionaba, mientras entendía, por mi cara repleta de lágrimas suicidas, que ese hombre no estaba muerto.

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